Elogio de la fealdad

10354734_10205305460102998_1776774953398215309_n.jpg

Por Javier Guerrero

No soporto más el televisor prendido. Estoy harto de los anuncios (comerciales los llaman, en espléndido pochoñol). Cada vez que observo la pantalla me siento consciente de mi naquez. ¿Es que acaso me encuentro en Escandinavia? La publicidad televisiva –la publicidad en general, mejor dicho- solo nos muestra exuberantes modelos rubias magníficamente alimentadas, bellos varones de ojos claros que hubiera envidiado Lawrence Olivier en su lejana juventud, niños e infantas blancos y vivarachos. Nunca nos encontramos con el mexicano típico: ese burócrata amarillento que trabaja horas extras, la secretaria gorda y de muy amplias caderas, el matacuaz abogatado por la cerveza y los tacos de nenepil, el niño prieto y desnutrido, jamás candidato a la gloria olímpica.

¿Y yo? ¿Puedo ser candidato a acelerar las palpitaciones cardiacas de las mujeres adoradoras de Robert Redford? Me parece que no. Los espejos no mienten y las fotos me delatan. Soy lo suficientemente feo como para que una de mis antiguas novias, española para más señas, declarara que no le convenía salir conmigo, ya que sus amigas podían pensar que estaba cumpliendo una penitencia por algún terrible pecado.

Los estudiosos de la estética se preguntan ¿dónde radica la belleza de lo que es bello? ¿En el sujeto que contempla ese objeto o en el objeto mismo? En lo que se refiere a la belleza y a la fealdad de los hombres, creo que nos han hecho caer en un sueño hipnótico, en el cual solo percibimos hermosuras afiliadas a la tradición grecorromana y a su prolongación europea. Reímos si alguien nos dice que los mayas consideraban adorable el estrabismo y los consideramos extraviados, dementes, lo que es lo mismo, indios.

¿Por qué no reivindicar la belleza de lo que existe, de todo aquello con que nos encontramos cada día? ¿Por qué no trasladar a la vida cotidiana el descubrimiento de Baudelaire en la poesía? Es decir, el hallar el goce estético en aquello que tradicionalmente ha sido considerado lo sórdido, lo feo, lo tétrico, lo tenebroso.

Sí, busquemos ahora las lonjas, los senos caídos, las faces marchitas, las narices chatas o ultraprolongadas, los labios chuecos, los pechos hundidos; desarrollemos incluso el gusto por la acromegalia y la elefantiasis. No caigamos en la trama y en la trampa del esteticismo occidentalista; no consideremos fracasada nuestra existencia por el hecho de no poder hacer el amor con un equivalente moderno de la Venus de Milo o del David de Miguel Ángel.

Reivindiquemos la fealdad, si es que luchamos contra el monopolio de la belleza, y luchemos contra éste con la misma intensidad con que luchamos contra el monopolio de la riqueza; declaremos la guerra a aquello que hace emerger la «belleza» en nuestros, por principio, horrendos cuerpos y rostros: cosméticos, afeites, vestidos, etcétera; aquello que nos hace creer que la belleza se encierra en unos cuantos átomos y se circunscribe a ello, que no se halla más allá de lo que comúnmente nos han enseñado a reverenciar como exquisito o hermoso.

¡Ah!, señalarán algunos, de lo que se trata es de crear el Ugly power. Y bien, ¿cómo le van a hacer? Lo espantoso espanta, lo repelente repele, lo horroroso horroriza. Pero, y si lo espantoso no es más que lo elaborado como espantoso, quizá sea en su opacidad el disfraz de lo gratificante, de lo bello. Sin embargo –dirán- podemos recordar aquel muy feo individuo que llegó a ser presidente de una nación latinoamericana y que asesinó a cientos de personas en una plaza en un aciago día. ¿Acaso su cara no era la expresión de su chacalidad interior? Sí, más no por sus proporciones, sino por su veneno, por sus tendencias homicidas, por la náusea de vivir su propia existencia. La gracia, la plenitud y la excelsitud se encuentran mucho más repartidas de lo que hemos creído, encadenados por nuestra formación, nuestros prejuicios y nuestros hábitos.

Pero quizá hemos caído en el onanismo ilusionista. La realidad es que no podemos ser modelos de televisión ni galanes cinematográficos o reales de Bo Derek, ni podemos repartir nuestras fotografías a los museos que difunden la estética. Y los mexicanos, mucho menos. La mayoría de nosotros –y esto nos lo han enseñado por más de 400 años- no solo somos capaces de pegarle un susto al diablo, sino que nos autohorrorizamos de los espejos, esperamos que nuestros hijos tengan rasgos níveos, queremos encubrir aquello por lo que nos pudieran confundir con mazahuas o totonacas (nacos) y quisiéramos cambiar de piel para viajar por Holanda y Suiza sin demasiados complejos. Todos los imperialismos y todas las albas élites esclavistas, feudales o burguesas saben muy bien que los pueblos que no creen en sí mismos son los que rinden más, los más explotables. Ha llegado el momento de reapropiar y reivindicar nuestra bella fealdad.

¿Pero, por qué son tan feos los indios y los negros?

Revista El Machete. Revista mensual de cultura política. Mayo 1980, p. 51 y 52.

Dibujo de Miguel Varea: «Ver kon otros ojos las mismas kosas y las otras kosas kon los mismos ojos», 1976.

Deja un comentario